miércoles, 18 de julio de 2012

Hacia los árboles eternos

(Fragmento de mi libro Sueño de un exilio renovado)


                                 Eddy Ochoa Guzmán

Había más que unas palabras detrás del horizonte y me movía con prisa, con la misma prisa que trituraba mis uñas. Los vestidos verdes en el campo, me hacían adorar aquella tarde de una sola imagen.
El rey pino orgulloso, destapaba su frasco delante de sus hermanos que jamás serían tan altos, ni tan viriles como él. Brindaba por nosotros, desprevenido por el viento colándose en las hendijas de su bata corta. El paisaje se desnudaba a propósito en la costa, respirando un azul continuo. Las casas se vengaban de las palmas, yo sabía por qué; era una simbiosis rural muy necesaria y luego la sombra era un refugio donde decretar silencio.
Los matorrales agrupaban sus voces estrangulando güines, que sobresalían en sus reverencias hacia el río anaranjado y el flamboyán se inclinaba mostrando su cabeza de azafrán. La ceiba estaba arrodillada al cabo de los siglos y los yerbazales saltaban la colina como niños juguetones. Ella no estaba y yo pensaba:¿ Será posible que el amor deje estas vibraciones...?
Me movía con un ruido que se iba sembrando en los terrenos que volaban hacia atrás. Caña santa, brava y buena la de azúcar, en sus tallos delgados, como mi aliento contenido en una frase tierna ensayada y cañaverales como lienzos repetidos, cual espejos repartidos, usando la tierra para separarse.
Las maniguas ponían trampas a las flores, apretaban sus puños, reclamaban belleza y la naturaleza traicionada por el marabú; al principio una hermosa flor, luego un infierno de espinas rodeando la tranquilidad de los poblados. La ubicua torre del ingenio todavía me acompañaba; cuando pensaba que la había perdido emergía despacio sobre el verde trémulo. Los postes de ébano eran como soldados alineados, a través de ellos había viajado mi palabra y la de aquella mujer que había subido al cielo de mis ansias. El camino enriquecía con mi soledad, los animales tiesos posaban como estatuas a pleno aire, sin chocar con la débil mecha que aún humeaba en la distancia.
Intenso verdor de monte virgen, olor a siembra y gratitud de los frutos, agua por caer, que dejarían borrosos aquellos zurcos rojos, inscritos para siempre en la memoria. Verde todo y la esperanza de una línea azul muy fina y frágil, enternecida, en el recuerdo de sus manos acercando las mías, presenciando las estrellas alejadas de la oscuridad. Todo verde, vacilando en la ilusión que se desbordaba a cada chillido ensordecedor y desafiante. A lo lejos había un paraíso de tormenta y pude ver entonces las verrugas que le nacen a la tierra, las espinas que se clavan desde el cielo, las heridas fluviales en su piel mansa.
Las imágenes se cruzaban al instante, estaba cerca, mangales gozosos y fornidos apartaban delicados aguacates y las guayabas coqueteaban con unos despeinados cocoteros anárquicos, sosteniendo sus pesados premios. La tarde había sido una vía, un horizonte que aguardaba intranquilo, era un mar quedado atrás, desencajado y triste por la ausencia. El amor estaba en movimiento, sin destruir aquellos paisajes, sin descomponer aquel silencio, que no había cedido al estruendo del férreo animal, que al parar no pudo contener el aliento, ni detener mi pluma que ya guardaba en mi fardel de poeta peregrino. A los lados, nada que no fuera fango rojo, campo abierto y una reunión de árboles añosos, pero allí estaba, sus cabellos declamaban más que el sol. Ya podía retirarme, le había visto sonreír recostada a unos pilares verdes, mi última timidez me había costado su respuesta y ahora mi boca tampoco se movía en una pregunta. Ella me mira largamente, dura más que el viaje y se acerca con una sola intención de permitirme mi mayor asombro; allí, detrás de aquellos árboles eternos.





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