miércoles, 11 de julio de 2012

Esperando una muerte sonrojada


                                                        Matisse


Hay un otoño en su mundo que sangra sin lluvia
y los sombreros vuelan
de los árboles más tímidos.
En su andar cruje la ilusión
en gracia de hojas que los oídos del camino sellan
y las mujeres le vienen con trotes revueltos
por el mismo rumbo seco.
Alguien le anima a tensar
de una espalda el arco más profundo 
y por delante no encuentra la salida
que a su queja arrime;
pero la ciudad es otra vida en él
de una mirada fascinante
que Brancusí ya había conquistado 
y sonríe un arrullo bajo el cuello mensajero
y justo al centro el caracol le llama.
No es grande esa sonrisa
pero, ya nada debería sobrar
y hasta el fuego se hace a la medida
coagulado en diáfano crepúsculo,
y el viento corre descargando su vaina de trinos
que un esparcido resto desconoce,
o el memorial sentido de aquella metáfora 
de piedra al fondo del horario hermano,
de su mundo, solamente suyo:
una casa y un solo deambular
un único viaje de ida y vuelta
en la alargada mancha gris
que siempre lleva al mar
cuando huyen de las hondas
y encuentran proa incontenible a su ventana.
Del disparo de costumbre
que asesina silencios,
ellos dos nunca se han herido;
henchidos de amenazas enfiladas
buscan esculpir ese beso 
que vive en la costumbre, a una hora
de muerte recíproca sonrojada
empeñada en encorvarse vestida de cansancio.
Y aquí están, en su viejo mundo orlado por las llamas
atrapados en una urna que se afana,
en medio de un chapoteo deshidratado
de monsergas enyugadas,
sólo ellos, en la acequia de ir beodos
al solo estar desnudo tacto de lluvia.

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