sábado, 23 de junio de 2012

Inmigrante



  

En una taza el viajero descansa
y empapa los ecos más granados.
Sus cuentos son aves trasnochadas,
azúcar fina, impoluta y blanca
entre los bellos polvorosos de la piel.
Ha conservado el ímpetu del rasgado cielo
pero está forzado a admitir
los tonos nuevos de tanto falso ascenso.
El mundo gira con estacas en su círculo.
Alegría y suerte resultan sufragios al óleo,
aunque nos acomodemos a la dicha
de respiración maltrecha e intervalos
del amor, sí, dorado y siempre limpio.
Los músculos acogen la caída de las reglas,
huellas boyantes sobre el honrado sofá,
y una cama lógicamente rescoldada.
Pero es que hoy como un espectro el viajero añora
al rostro abierto de par en par,
repartido en llenos abatidos, que son trozos
a pares de menor influjo y antedicho amor.
Los campos de verde acostumbrado
son tocados por la suavidad del viento,
que a propósito recuerdan sus cabellos indecisos
y fuertes como el sol encantado en su jergón.
De pronto se encuentra en el aire
de esta geografía sin arrullo propio
y los rayos banales lucen lámparas ajadas,
un grueso fajo de preguntas malheridas.
Sale a la calle, mira la distancia en el confín
y los retratos escondidos del ordenador.
Sueña a la misma altura del desnudo concluyente,
con la misma revolución – otorgada a la velocidad-
El amor le rescata por minuto recesivo
y tiene la prisa de un susurro exaltado.
Luego va desgranando, por ejemplo, a Malévich
frente a hombres ataúdes y se resiste
a ver las golondrinas negras
en un universo raído por el drama tolerado.

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