domingo, 24 de junio de 2012

El rastro fijo de la muerte en vida



 
No se han movido los nativos kitsch
colgados desde el agujero como un disparo antiguo
y la intención primera aún perdura
de las tiernas manos sin alternativas
que casi nunca están visibles.
Por eso sostienen la mirada derramada en la costumbre
invitada a este inconsciente signo de morir,
ante esa orden nunca dada
con heridas trascendiendo sin interrogantes,
o fluyentes elogios descabellados
que hoy nada aportan decadentes.
El incomodo del jarrón, por ejemplo,
muestra flores del petróleo de Bakú
que no interroga al gusto en el Caribe;
y el polvo de una guardarraya
tampoco puede combinar con matriuskas alineadas,
por esa herencia del rojo más imperativo
implantado por la sangre.
Todos se aferran a ser uno de nosotros,
resignados en un rincón inadvertido
de pudendo peculiar,
hasta que el futuro conjeturable 
muere de abstracta posesión,
y ese reto de seguir plantando
tanta nueva indiferencia
llega a los que arriman su latir.
Pero la muerte siembra su bostezo
en el ala ocasional del sólido objetivo,
que la impúdica corriente transmutó en mal gusto
pues, las paredes al menos, necesitaban conocer el cambio.
Así que no sólo de pintura murieron estas casas
envueltas en cortinas, encajando sueños por llegar
como moscas semejantes a sus páginas
imposiblemente blancas, 
teñidas con la cal deprimente de los años,
en el sitio que otrora instauraba un color promiscuo.
Y ahora ya no poseen aquella gracia primigenia,
lidiando en tanta dejadez de gestos, impulsos infravalorados,
desierta nada sin notar el desaliño
dispuesto a reflejar la opacidad.
Nada aprenden las comunes piezas
y no le inquieta el flujo visitante, las modas del exilio
violando las pupilas de lo nuevo;
la terneza de lo digno acurrucándose 
en la germinada fruta de la incertidumbre.
Montábamos el hogar sobre la huella depositada
por tantos ausentes y le atamos el respeto
en su descanso vitalicio sin moverle un ápice.
Pero hay momentos que alguien le distingue
el hálito y suprime el vendaval crítico
que doquier habita infatigable.
No hay tiempo para arrobar espacio
y los jueces moribundos de tristezas
suben o bajan sin aprensión
para que siga la brisa del cariño, 
la reina sin porqués en las necesidades.
De modo que ponerles un adorno en malos tiempos,
le impone otra costumbre a la beldad
disipando su insegura impronta,
con puro amor sostenido y resuelto en la conciencia.
Hay en los adornos un cráter de historia 
que nada significa, simplemente aquél instante
y ahora el tiempo les trae referencias;
aunque yo advierta su pena abrumada con yeso
o con madera de inane muerte decorada,
acuñando el inmóvil desafío
en paredes cuajadas de cemento.


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