domingo, 24 de junio de 2012

Bravata del tiempo a mi quietud



 
Mi silla, este columpio fantasmal y sonriente
aprende obligada a cabalgar de golpe.
Siempre buscando el punto en que la felicidad
me sea un sembrado aquí en el cielo
y tienen hambre de esos rayos, mis rayos de vivir
llegando a palidecer, calientes, limpiando el mismo rostro,
aunque, el gesto que conserva el azoro sentado,
siempre busque menos aventuras en tutela de equilibrio;
y las estrellas se apaguen encadenadas al negro de restar.
Cuando no quiero llegar a las laderas de espejismos
el bosque me conduce, con sus gorros de oro
cubriendo estos miedos de sombra que devoran
acercando sus platos verdes, frutas todas,
colinas atrapadas, dibujadas en el corazón de carne
con un cielo de episodios de huesos que no va a ninguna parte.
La odisea adopta mi columna sumergida
en el escarlata fallecido de mi mar.
Pero siempre estoy buscando el punto, en que la esperanza
me sea un rocín despierto, dispuesto a zarpar de nuevo
aunque, la destreza de montar sea un bronce agujereado
como el hechizo en la leyenda, la pesada carga.
Hoy sé que puedo desaparecer, cambiar otra vez el espaldar
y sentarme apoyado en el viento sin prejuicios
sobre la inválida piedra de mística placenta;
volver a lo que no he vivido, desarraigarme como de costumbre
para despertar en un diluvio de azote
lejos de Julieta, Yashodara o Jeanne Hébuterne y sus tormentos;
sediento en la mueca de antaño, en el desnudo inacabable
y la canción sin velo cada vez más fresca,
promiscua en la desdicha, cargando las imágenes
para que pueda montar mi nuevo y rígido caballo frío,
ante el velorio deprimente del urgido resplandor.



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