Domínguez
Crujiente
casa de mi evocación, gesto de árbol domesticado para su armadura, callada voz
de tablas blancas que dieron mis semillas desde erguida altura.
El rocío me legaste placentero, entre las zanjas humildes y los ojos sagrados de mi
bisabuela. Meditaba sin saberlo en el aire de los guanos, para ser un sueño callado y hondo,
que salía como tomeguín sediento de ranuras secas, hacia el inentrable
invierno que se derrota en tan madura piel.
Solícita mirada, bedijas de algodón
iluminando las mangales sombras, de tanta soledad sirviendo de tinaja el agua
pura de su siglo con manos desveladas.
Viene
el tiempo, único sobreviviente y la madre fiel cruza el trono de tojosas y
lagartos cazados por mí. Su tabaco mascado torcido de su infancia, se envuelve
en la furia de labios dulces seducidos por la liturgia del humo blando en su
taburete. Me reconoce ungido de historias de mambises con hambre, de cuando
Maceo invadió la armonía de su patio cercado de sonrisas de occidente. Llego a
la tácita costumbre de sus ojos que conducen sus antepasados, hueco asomo que
nos asimila convocados en la azul grieta círculo lacrimado, mientras la cotorra no
olvida su nombre que doy mito en el exilio.
Converso
con el silencio lleno de astucia de su muerte contemplando el sueño de luna
llovida, en las paredes de cal y polvillo de flores que se adentran donde anhelo aquel palmar, perla perdida de mis ojos, lingote de su alma, contiguo
tesoro bajo el manido cielo y los pulmones de cuidar mi añorado
paraíso.
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